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  10/11/2016

10Nov

Este comentario de hoy será breve y nada original. El desenlace de las elecciones en Estados Unidos ha sido el peor imaginable. Dentro de dos meses, un demagogo, narcisista, patriotero, xenófobo, misógino y faltón tomará el mando de la ¿primera? potencia económica mundial. Su partido, que si siquiera está claro que sea «su» partido [pero ya se las compondrán] tendrá el control de ambas cámaras. El vuelco legislativo puede ser radical y traumático: el legado de Obama derrumbarse. La globalización ha sido demonizada por ambos extremos del espectro político y la presunta afinidad de la candidata demócrata con Wall Street ha sido un argumento que no supo o no pudo contrarrestar.

A la hora en la que escribo, cuesta hacerse a la idea de que el ciclo económico – con su resonancia en cada rincón del mundo – pase a estar en manos de un irresponsable de ideas fijas y primarias, pero ni siquiera se puede contar con que sea un fenómeno aislado. La irracionalidad de esas ideas, por lo visto, resulta atractiva en un país desgarrado por el malestar social… y Estados Unidos no es el único al que le cabe esta descripción.

A menos que algún disparate de Donald Trump desemboque un día en una crisis constitucional, hoy imprevisible, este «loco a cargo del manicomio» [frase de John Carlin] nos tendrá pillados durante los próximos cuatro años. Tal como ocurrió tras el referendo británico, los bienpensantes se han autoengañado, y los alternativos se han abstenido. En los próximos días se harán oir los lamentos de aquellos que decidieron no votar, pero a buen seguro estarán entre las víctimas de Trump. Se pondrá una vez más de manifiesto el primitivismo de ese punto de vista universalmente conocido según el cual «cuanto peor, mejor». Asimismo, la estrechez de miras de quienes juzgan la política en función de intereses de capilla o de sector [«esto no va conmigo»] Pues sí, va con ellos, va conmigo, va con todos nosotros.

Lo inmediato no serán los desajustes inevitables de toda transición entre partidos. Me cuesta imaginar que, haga lo que haga la Fed, consiga evitar un desorden cambiario, que las instituciones puedan controlar los espasmos bursátiles. Una cadena de incertidumbres – abundarán los titulares con la metáfora de la tormenta perfecta – nos acompañará por mucho tiempo; las políticas económicas tendrán que ser revisadas en función de un contexto que, en estas horas de resaca, nadie parece capaz de calibrar.

Me cuentan que, salvando las distancias, algo así ha pasado en Reino Unido, un país aturdido desde el día del referendo. En España, durante meses he vuelto a casa, tras conversar con directivos del sector T.I, con la sensación de que había decisiones congeladas en espera de que se despejara la incertidumbre política, que podrían fácilmente reactivarse. Desde entonces, he notado un cambio de actitud, quizá subjetiva pero lindante con el optimismo. Me temo que ese tono puede cambiar en los próximos días y semanas.

En la carrera de un periodista, suele haber más noticias malas que buenas, así que podría decir que estoy acostumbrado. Dicho esto, me vería a mí mismo como un hipócrita si dedicara este newsletter de hoy a cualquier otra noticia, a fin de cuentas banal, relativa al sector T.I. Como si nada pasara, como si nada fuera a pasar. Las cosas no van a volver al estadio en el que se encontraban la semana pasada. Así que se me hará difícil escribir sobre empresas y mercados, que es como me gano la vida.

Hoy mismo, en mi website, los lectores encontrarán la glosa de un estudio de Stanford cuyos autores pertenecen a esa corriente de pensamiento que sostiene – por ideología y/o intereses creados, qué más da – que la tecnología nos conduce a un mundo mejor. No estaba de acuerdo con esa gente al leer el estudio, y mucho menos lo estoy ahora: con Donald Trump, el mundo irá a peor, y la tecnología no lo arreglará. Créanme si digo que lamento estar de mal humor.


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