10/06/2014

10Jun

Los que están en el ajo niegan categóricamente que sea una burbuja, pero tal vez estarían dispuestos a aceptar que es bastante gaseoso que una empresa como Uber – ya saben: junto con Airbnb es el emblema de la llamada sharing economy – pueda ser valorada (sobre el papel) en 17.000 millones de dólares. Uno tras otro, experimentados inversores corren a apuntarse a sucesivas rondas de financiación, y la ruleta sigue girando. Una historia alucinante, verán.

En 2011, Benchmark Capital invirtió 11 millones de dólares, que le dieron derecho al 18% de Uber, fundada un año antes por Travis Kalanick. Si hoy pudiera enajenar sus acciones de serie A – no puede, claro – valdrían 3.000 millones, 280 veces su aportación inicial. En 2013, Menlo Ventures lideró una ronda de 37,5 millones que elevó la valoración teórica a 300 millones. Poco después, otro empujoncito de 258 millones invertidos por Google Ventures la elevó a 3.500 millones. Hay pastel para todos: el pasado mayo otra ronda dirigida por Fidelity Investments recaudó 1.200 millones. Aritméticamente, 17.000 millones de dólares. Sobre el papel, insisto.

Entre los inversores que acudieron a esta última llamada se encuentra Kleiner Perkins Caufield & Byers [KPCB], que tiene entre sus partners a la ilustre analista Mary Meeker [antes en Morgan Stanley]. Si nombro a Meeker es porque se trata de una tenaz negacionista de la burbuja. En su reciente informe sobre el estado de Internet, sostiene que el valor de mercado de las compañías tecnológicas es actualmente el 19% de las que componen el índice S&P 500, por contraste con el 35% que representaban el 10 de marzo de 2000, pico de la burbuja que reventaría días después. Su conclusión es que están lejos de recrearse las condiciones de aquel fiasco. O que hay margen para seguir inflando una burbuja inexistente.

Veamos. ¿Qué hace Uber para merecer tanta atención? Representa un nuevo modelo de negocio centrado en una aplicación que permite a los usuarios compartir su vehículo propio con otros usuarios, en este caso pasajeros, para hacer un viaje en común. Una idea simpática, ecológica y práctica, por la que Uber recauda una comisión. Funciona en 128 ciudades de 37 países, y su fundador ya maneja experimentos del mismo corte: una red logística compartida para el transporte de mercancías, un servicio de courier en Nueva York. Imaginación no le falta, y dinero tampoco.

Kalanick no tiene por qué publicar las cuentas de Uber, que es una empresa privada, pero sin duda las habrá mostrado a los inversores que lo apadrinan. Escapa a la lógica suponer que los ingresos (y no digamos los beneficios, si los hubiera) justifiquen el valor teórico alcanzado. Para medir la escalada, considérese que Hertz, que explota una vasta flota mundial de vehículos de alquiler, tiene una capitalización bursátil de 12.400 millones de dólares, y su rival Avis supera por poco los 6.000 millones.

De todo ello se deduce que la clave no está tanto en las cualidades de Uber, que las tiene, cuanto en la ingente liquidez que manejan los fondos de capital riesgo: parece como si a los inversores les quemara el dinero en las manos. Durante el primer trimestre de este año, según cálculos de Dow Jones, en Estados Unidos se han invertido 10.700 millones de dólares en rondas de financiación de startups que, sin lugar a dudas, sueñan con un futuro como el de Uber, o con una salida a bolsa espectacular, o con ser protagonistas de un acontecimiento sensacional como la compra de What´sApp por Facebook.

Kalanick ya no sueña con eso. En su blog fabula con la misión que el destino ha puesto en sus manos: «cambiar la vida en las ciudades», «transformar el transporte de superficie en un servicio sin límites», «hacer que un coche en propiedad deje de ser un requisito de la vida cotidiana». ¿Que Uber se el centro de las iras de quienes se ganan la vida transportando personas y mercancías? Bah, siempre habrá un economista de Berkeley (o un editorialista de pesebre), para predicar que son intereses corporativos, resabios del pasado.


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