No pasa día sin que los drones sean protagonistas de alguna noticia. Del ataque a un objetivo en zona de guerra a la protesta de los vecinos de una urbanización a los que no les gusta ser fotografiados desde el aire. En algunos aeropuertos se instalan sistemas para detectarlos y/o destruirlos, por el riesgo que pueden suponer para los aviones en vuelo. Sin olvidar claro, los proyectos logísticos de Amazon – o, en España de Correos – o el inocente gadget para adultos en busca de segunda infancia. La proliferación de estos artilugios es sólo la punta del iceberg: su impacto podría ser devastador cuando, dentro de poco, llegue la invasión de unos drones del tamaño de insectos. Los minidrones.
Sólo en Estados Unidos, se espera vender 2,5 millones de drones este año, estimándose que el mercado sumará 7 millones en 2020. La estadística se refiere, mayoritariamente, a artefactos voladores usados para divertirse o tomar fotos aéreas [que puede ser divertido para algunos e intrusivo para otros]. La industria militar está invirtiendo grandes sumas – aquí las cifras son confidenciales o imprecisas – para desarrollar un mercado de drones capaces de espiar o de matar, o las dos cosas.
Es habitual que las nuevas tecnologías y desarrollos disruptivos provoquen dudas legales, especialmente si, como está ocurriendo con los drones que se venden en la actualidad, alcanzan un éxito fulgurante y continuamente dan origen a nuevas aplicaciones que ponen en evidencia la imprevisión de un marco regulatorio. Según ha declarado Isabel Maestre, directora de la Agencia Estatal de Seguridad Aérea (AESA), la nueva normativa en preparación «va a abrir la posibilidad de que los drones puedan sobrevolar núcleos urbanos, operar de noche y tener acceso a espacio aéreo controlado». Los conflictos, nada eventuales, en materia de intimidad, y el riesgo de colisión con la aviación comercial y deportiva forman parte del menú regulatorio.
Desde el punto de vista tecnológico, la principal limitación que tienen los drones actuales (aparatos de tamaño respetable, capaces de volar y ser manejados a distancia) es su autonomía, de unos pocos minutos para sistemas que pesan centenares de gramos. Podrían ser mucho más útiles y funcionar más tiempo si pudieran posarse mientras ejecutan tareas de vigilancia o de inspección, pero la maniobra de aproximación y aterrizaje es más complicada de lo que parece: los pájaros han necesitado millones de años de evolución para conseguirlo.
Habría, en teoría, una forma de ampliar la autonomía de funcionamiento de los drones: reducir drásticamente su tamaño, y por tanto su peso, a pocos milímetros y unos cuantos miligramos, igualándolos a los mosquitos o las libélulas. El consumo de energía también bajaría exponencialmente y harían falta minibaterías con duración de horas o días. Tampoco se trata de llegar a la microciencia o la nanoscala, porque su fabricación se haría compleja y sus aplicaciones potenciales serían muy distintas, ya que no serían fácilmente visibles.
¿Es una hipótesis razonable? Las leyes físicas cambian totalmente cuando se reduce la escala en un orden de magnitud. Un dado de diez centímetros de lado lleno de agua pesa un kilogramo, pero si se reduce diez veces, a un centímetro de lado, su volumen se contrae mil veces y su peso – lleno de menos agua, claro – pasa a ser de un gramo. Una hormiga puede caer de un quinto piso y no hacerse daño, porque la fuerza de la gravedad actúa en función del peso. Si los mosquitos pueden caminar sobre el agua sin hundirse, es porque la tensión superficial es distinta a la de los humanos. La lección es que a miniescala, la realidad habitual cambia totalmente, y las aplicaciones pueden ser insospechadas.
En un largo informe, la revista francesa Science et Vie explora la revolución a múltiples niveles que podría originarse a partir de la fabricación masiva de robots voladores diminutos, que vaticina para dentro de pocos años. La reducción del tamaño de los drones afectará el desarrollo, fabricación y funciones de sus múltiples componentes, desde los sensores hasta los sistemas de propulsión, con sus limitaciones, pero también abrirá otras posibilidades. Puestos a imaginar, los autores contemplan que un dron del tamaño de un mosquito podría colarse por una ventana o bajo una puerta sin ser visto, para espiar a placer. O, por qué no pensarlo, clavar un dardo envenenado.
No es un disparate. Hay militares y servicios de espionaje entusiasmados con la idea, dice la revista, porque se ahorrarían vidas humanas. Aunque se han alzado voces críticas para sostener que no todo vale si se acepta el principio enunciado por Clausevitz en su obra «Sobre la guerra»: no matar sin riesgo de morir.
De cualquier modo, los gobiernos lideran las inversiones en desarrollo de drones, seguidos a distancia por los usos recreativas; son muy escasas [¿todavía?] las dedicadas a aplicaciones empresariales, aunque estas son numerosas, en la inspección de cultivos, tendidos eléctricos o fachadas de edificios. Hay aplicaciones industriales potenciales que se puede hacer con drones destinados a los consumidores y pocas modificaciones, que no exigen una inversión añadida importante.
Un informe de BI Intelligence estima que el año pasado se invirtieron 8.000 millones de dólares en el desarrollo de drones, de los cuales 6.300 millones fueron con cargo al erario público. Para 2020 se espera rozar los 12.000 millones de dólares (ver gráfico) y la inversión en aplicaciones empresariales sería más significativa, unos 500 millones de dólares. Pero la mayor tajada será para aplicaciones gubernamentales, léase militares y de espionaje.
Otro informe, titulado Clarity from above, en este caso elaborado por PwC, ofrece otra cuantificación del mercado potencial de las aplicaciones comerciales de los drones: nada menos que en 127.300 millones de dólares, que podrían alcanzarse en 2020. En esta cifra se suma todo, desde los drones físicos hasta las soluciones relacionadas y el software utilizado en las industrias cubiertas por el informe, que desglosa prolijamente en infraestructura, transporte, agricultura, seguridad, minería, seguros, medios de comunicación y telecomunicaciones. De ellos, infraestructura es el sector más importante, con 45.200 millones, seguido de agricultura, otros 32.400 millones. El importe estimado puede discutirse, pero no que se abre un mercado muy importante.
El documento de PwC es de hecho un estudio de mercado. La consultora estableció en 2013 una filial en Polonia como centro global de excelencia enfocado en el uso de la tecnología y el análisis de los datos generados por los drones usados en el ámbito civil. La elección del país sede no es casual, porque ha sido el primero en dotarse de un marco legal e institucional que regula el uso comercial de los drones. Porque en otros países, la ausencia de marco legal de utilización de un dron supone, necesariamente, un freno para su despegue, nunca mejor dicho.
Ni siquiera está claro si el propietario de un solar puede prohibir que lo sobrevuele un dron y a qué altura. Se admite que no puede situarse bajo los 125 o 150 metros, según los casos, pero también se duda que pueda volar por delante de una fachada, aunque sea sobre una vía pública, sin permiso. En las ciudades, donde habría mayor interés en su despliegue, pueden constituir un peligro y enfrentarse a demandas por daños y perjuicios o por intromisión en la privacidad. Visto el ritmo que están alcanzando las ventas, el debate será cada vez más vivo y enconado.
Hay aplicaciones muy rentables y beneficiosas ya en uso, como la inspección de sitios peligrosos o de difícil acceso: minas, torres de alta tensión o fachadas, si el propietario la autoriza. Otra aplicación «típica» en el ámbito profesional es la grabación de imágenes y vídeos espectaculares desde el aire en parajes inaccesibles. De hecho, la grabación de vídeos es uno de los usos más populares de los drones vendidos a consumidores, de marcas como Parroy, DJI o 3D Robotics, que llevan una cámara en la panza del aparato.
Por cierto, estos modelos de consumo son cada vez más sofisticados y a precio asequible. Algunos de ellos, como el Hexo+, lleva seis propulsores, aunque lo común es que lleven cuatro. Cada vez son más sencillos de manejar y algunos modelos incluso siguen automáticamente al sujeto deseado. Otros pueden plegarse para facilitar su transporte. Fueron un gran éxito de ventas las pasadas navidades y lo serán más las próximas. Es muy probable que este verano las playas, se vean invadidos desde el aire por escuadrones de mirones automatizados.
Pero, como queda dicho, no pasarán muchos años antes de que el despliegue de drones sea menos espectacular y visible, debido a su tamaño muy reducido. Se contempla que, alcanzado su umbral de costes y autonomía energéticas, esos robots voladores aumentarán el número de sus aplicaciones. La extrema miniaturización haría posible complementarlos con otros que se desplacen por el suelo, o se queden quietos. Sería una rara colaboración entre mosquitos y cucarachas (ambos digitales) que desde luego no se da en la naturaleza.
[informe de Lluís Alonso]