Mark Zuckerberg no pudo haber elegido mejor momento para desvelar que quiere asegurarse el control personal y vitalicio de Facebook. Los ingresos del primer trimestre han aumentado un 52%, contradiciendo una tendencia a la baja en empresas comparables [suponiendo que puedan compararse, que esta sería una buena discusión]. La propuesta que ha aprobado un comité del consejo contempla crear un tercer tipo de acción, Clase C, concebido a la medida del fundador, que mantendría su 60% de poder de voto aun cuando llegara a desprenderse de su mayoría actual.
Este cambio de modelo de gobernanza corporativa, a imagen y semejanza del introducido por Google (hoy Alphabet) para eternizar a sus fundadores, se ha justificado por la vocación filantrópica de Zuckerberg y su esposa Priscilla, quienes han decidido vender gradualmente el 99% de sus acciones de Facebook, lo que con el tiempo llevaría, en teoría, a bajar su poder de voto. Actualmente, Zuckerberg posee 4 millones de acciones de clase A (las que cotizan en bolsa) y 468 millones de clase B (el 85% de las que se reservaron él mismo y sus socios originales) que, a diciembre pasado, le otorgaban un 60,1% de los votos. El mecanismo imaginado por el comité implicaría que Zuckerberg mantendrá ese poder de voto aunque enajene sus acciones.
El sagaz columnista Robert Armstrong comentaba la noticia en el Financial Times, con un poco de mala baba (británica): «en un mundo incierto y hostil, ¿qué tendría de malo ser regidos por un dictador próspero a la par que generoso? Hoy no hay otro dictador tan próspero ni más generoso que Mark Zuckerberg […]». Armstrong añadía que «Facebook tiene tanto poder que podría ser definida como un clásico monopolio extractivo, con ingresos asegurador para muchos, muchos años. La estructura accionarial propuesta, que es en sí misma un insulto al capitalismo, no debería molestar a nadie».
O sí. Como les ocurrió en su día a Larry Page y Sergey Brin, demandados por un accionista que se sintió perjudicado por la estructura dual [y fue compensado extrajudicialmente con 522 millones] ya ha aparecido al menos un accionista de Facebook disconforme, que propone la existencia de una clase única de acciones, con el argumento de que no deberían separarse los derechos económicos de los de votar. Esta es, por cierto, la posición editorial del Financial Times, temeroso de que el ejemplo cunda.
La objeción tiene su aquél. Es común en las empresas del Silicon Valley la existencia de una doble escala de acciones, en la que suele coincidir el interés de los fundadores de startups y los inversores que les han apoyado inicialmente: se trata de amarrar la el máximo retorno tanto en caso de éxito como de fracaso. Lo más frecuente es que salgan perjudicados los ´pringados` que han aceptado trabajar a cambio de la promesa de recibir acciones. No todos los mercados ven con buenos ojos estas prácticas: la empresa china Alibaba optó por cotizar en Nueva York porque la bolsa de Hong Kong no aceptó el trato privilegiado conferido a su fundador, Jack Ma.
Los servicios jurídicos de Facebook predican que «una compañía controlada por su fundador [puede] cumplir mejor su misión y resistir las presiones cortoplacistas que pudieran debilitarla». Es obvio que ese control sin contrapeso ha facilitado que Mark Zuckerberg pudiera tomar personalmente iniciativas como las compras de WhatsApp, Instagram u Oculus, que – muy probablemente –habrían provocado una rebelión de accionistas en cualquier empresa gobernada a la manera tradicional.
Las acciones de clase C tienen que ser votada por la próxima junta de accionistas, y se puede dar por aprobada desde ya, a menos que el propio Zuckerberg tenga el gesto de no usar su 60% de voto. Los inversores han respaldado hasta ahora todas sus apuestas, y les ha ido bien: la cotización se ha triplicado en tres años.