Observo un desorbitado interés mediático por la salida a bolsa de Snap, creadora de la aplicación Snapchat. Esta OPV [no OPA, como he leído por ahí] se concretará el próximo 1 de marzo y se supone que podría alcanzar una valoración bursátil de 22.000 millones de dólares. Si así fuera, sería interpretada como una señal para que otras startups que esperan agazapadas den un paso al frente. Pero hay derecho a asombrarse ante esa hipotética valoración, poco plausible para una empresa que en 2016 facturó 404 millones… y perdió 514 millones.
El papanatismo imperante ha entronizado a su cofundador, Evan Spiegel (26 años) como el multimillonario más joven de Internet. Digo a conciencia papanatismo, porque el otro dato que se ensalza de su biografía es que ha conseguido llegar a millonario tras abandonar sus estudios, argumento que antes se usó para celebrar a otro ´visionario`, un tal Mark Zuckerberg. De ahí que algunos medios jaleen la ocurrencia de que Spiegel es candidato a ser el próximo Zuckerberg (sic). Es curioso, porque lo más importante que ha hecho Spiegel para merecer ese estatus es rechazar la oferta de 3.000 millones que le hizo Facebook por su aplicación.
Zuckerberg no soportó el desaire y sólo un mes después, lanzaba precipitadamente Poke, clónico de Snapchat que fracasó antes de ser reemplazado por Slingshot, otro fiasco. Sonó la flauta con Instagram, que costó 1.000 millones. Veamos: Facebook no desagrega en sus resultados la parte que corresponde a Instagram, pero los analistas han calculado que ingresa más de 3.000 millones y que su eventual valor en bolsa (si cotizara por separado) sería de 54.000 millones, lo que significaría que aporta el 14% de la capitalización actual de Facebook. Supuestamente.
Desde que Evan le hizo la cobra a Mark, Instagram y Snapchat se emulan mutuamente; hasta el punto de que su principal función, Stories, se llama así en ambas aplicaciones. Con la poderosa ventaja de estar asociada a la plataforma de Facebook, Instagram ha podido alcanzar en diciembre la cifra de 600 millones de usuarios activos mensuales, mientras Snapchat no pasaba de 158 millones. Además, su ritmo de crecimiento viene flaqueando porque cada novedad que incorpora Snapchat es replicada de inmediato por su rival, que así frena sus intentos de ganar cuota.
Cuando Facebook salió a bolsa en 2011 [y bien que las pasó canutas para superar una fría acogida], su ingreso medio por usuario era de 3,20 dólares; a título de comparación, cinco años después el ingreso medio de Snapchat era de 2,15 dólares por usuario. Son otros tiempos, pero algo no ha cambiado: en Internet, los ingresos publicitarios se obtienen en función del número de usuarios y, sobre todo, del tiempo que cada uno pasa enganchado a la aplicación. Estos dos factores sirven para maximizar el precio de los anuncios. En esto, la distancia entre Snap e Instagram es sideral.
Se puede sostener que la OPV es prematura, que comparativamente ha consumido poco capital antes de precipitar a la bolsa, que su valor intrínseco no está demostrado y que más parece primar un deseo de enriquecimiento rápido que un plan de negocio sostenible. Sí, se puede sostener, y hay quien avisa. Surge de la documentación preceptiva que por cada dólar que Snap ingresó en el cuarto trimestre de 2016, gastó 93 centavos. Curiosamente, la mayor parte de sus costes benefician a Google, que tiene un contrato para suministrarle servicios cloud por 400 millones de dólares anuales durante cinco años.
El folleto oficial registrado atribuye las pérdidas de la empresa a las necesidades de inversión y de reclutamiento de personal. Advierte, como está mandado, sobre uno de los riesgos que corren los inversores: «es posible que nunca alcancemos o mantengamos la rentabilidad». No tengo nada en contra de perder dinero, pero sí opino que quienes avalen su modelo financiero deberán tener muchísima fe en una estrategia que pretende trasmutar una baja audiencia en una alta valoración.
Hay otro elemento mucho más inquietante, del que los papanatas no hablan: la gobernanza. Desde luego, no es la primera vez que los fundadores de una startup se las ingenian para prevenir que los inversores que acuden a una OPV les digan cómo gestionar su negocio [Alphabet y Facebook son dos paradigmas de discriminación entre accionistas]. En este caso, Spiegel y su socio Bob Murphy han ido más lejos que nadie al montar una estructura de capital en la que las acciones disponibles no tendrán voto acerca de la estrategia y gestión de la compañía.
Tal cual. Snap tiene estatuídas tres clases de acciones: A, B y C. Las de clase A, las que se negociarán en el New York Stock Exchange, darán derecho a asistir a las juntas de accionistas y a plantear preguntas, pero no a votar. Las de clase B están reservadas a los ejecutivos y a los inversores de primera hora y conllevan el derecho a un voto por acción. Las de clase C, reservadas exclusivamente a Spiegel y Murphy, disfrutarán de 10 votos por cada acción. Gracias a esta estructura – que no sólo es legal sino cada vez más frecuente – los jóvenes fundadores controlarán un poder de voto que, combinado, equivale al 88,5%.