11/05/2015

11May

En pocos meses, los tres mayores bancos de la economía española – Santander, BBVA y Caixabank – han cambiado sorpresivamente sus consejeros delegados. El trasfondo común es la drástica revolución regulatoria, que se traduce en cambios operativos. En cada una de las tres entidades han pesado circunstancias específicas que ahora no vienen al caso, pero la concidencia no es una casualidad, ni mucho menos. En el caso de la sustitución de Ángel Cano por Carlos Torres en el BBVA, ha sido consumada con una auténtica cascada en la estructura, que la prensa ha interpretado dócilmente como un signo de transformación digital. De hecho, se nos dice, Torres viene de dirigir la banca digital de la entidad, y el adjetivo aparece en varios puestos del nuevo organigrama. ¿Eso es todo lo que pasa dentro del BBVA?

La interpretación difundida conecta con la prédica del presidente del BBVA, Francisco González – el único banquero de su generación con pedigrí binario, a quien recuerdo haber conocido en los 80 como directivo de Nixdorf – que con insistencia advierte sobre la urgencia de adaptar las prácticas bancarias a la irrupción de nuevos actores que no vendrán de las entrañas del sistema financiero sino que se apoyan en un dominio sobre las tecnologías online y usan ese dominio para invadir otros terrenos.

No se trata – o no sólo – de vaticinar que Google y Facebook (o Amazon y Alibaba, por cierto) son adversarios emboscados, que es lo que vino a decir González en su discurso ante el Mobile World Congress de marzo [tuvo menos repercusión que Zuckerberg, qué pena].

Ciertamente, esos y otros gigantes de Internet han acumulado un volumen de liquidez tal y una capacidad de endeudamiento sobrevenida, además de un ingente volumen de datos ante los cuales palidece la mayoría de la banca. Por sí mismos, son susceptibles de generar mecanismos de intermediación al margen de las estructuras bancarias, y esto no ha hecho más que empezar. No necesitan a los bancos y, en la práctica, se adscriben potencialmente al fenómeno llamado shadow banking, que trae de cabeza a los reguladores del mundo entero, preocupados por otra eventual fuente de riesgo sistémico, justo cuando con la secuencia de Basilea II y III creían haber embotellado al genio de la banca.

El tema excede el espacio posible en este newsletter, y hasta puede considerarse excéntrico a los habituales de este blog. Pero las últimas noticias del BBVA me sugieren adelantar elementos de un análisis que dejo para otro día. Desde luego, hay otros componentes, como la divergencia de comportamiento económico entre bloques – y, por tanto, en el flujo de recursos monetarios – o los tipos de interés negativos en Europa que contrastan con la certeza de que Estados Unidos volverá a subirlos antes de un año.

Gracias por la atención, pero tengo que ir al grano: ¿en qué rasgos radica la condición digital de la banca que se anuncia como un crecepelos? En primer lugar, en que su núcleo está regido por redes IP . Obvio, ¿no? Pues no tanto, porque los bancos cargan con una historia, un legado tecnológico y un modelo de relación con sus clientes, que no se pueden cambiar a voluntad. Los clientes sí pueden cambiar de banco y su modo de relacionarse con él.

Un punto clave de la banca digital debería ser la universalidad del acceso, que no se resuelve rediseñando oficinas ni combinando canales on y off. Tampoco es suficiente con estar atentos y activos en las redes sociales. Captación y retención podrían ser pronto conceptos permidos, si los bancos no consiguieran sumergirse en la «vida digital» de sus clientes. El quid de la cuestión es que los usuarios reclaman de los bancos más libertad [y menos comisiones, claro] pero no se inmutan por estar atrapados en un buscador o una red social que saben de ellos lo que ningún banco ha sabido nunca. Por favor, no me tomen por un evangelista de big data.


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